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El Puente

Se encontraba sola en medio de la oscuridad de la noche urbana, bajo la intensa luz de una farola, que se reflejaba en medio del asfalto de aquel puente mojado por la incesante lluvia. Quizás se sentía gratamente acompañada por la luna, que con su sensual influjo, era la única y altiva espectadora de lo que iba acontecer en ese lugar. Pero la verdad es que ella ya no sabía lo que sentía. No recordaba cómo había llegado hasta aquel puente, ni siquiera recordaba dónde había perdido su zapato derecho, sólo recordaba la idea que retumbaba en su cabeza y que la había llevado hasta allí. Quizás no estaba en ese puente por casualidad, pues a esa hora el tránsito era escaso y gracias al fustigador clima lo sería aún más. 
Cuando cruzó al otro lado de la barandilla ya había decidido lo que quería, pero aun así la duda la embargaba. Solo esperaba un atisbo de fortaleza y valor para dejarse caer y acabar con todo. 
Se agarraba firmemente a la barandilla del puente, sintiendo como las gotas de lluvia abofeteaban su rostro y se camuflaban con sus lágrimas. Unas lágrimas que eran empujadas, en llanto desconsolador, por el dolor y la desesperanza, hacia el fondo del abismo, hasta mezclarse con las penumbras de las aguas del oscuro río.
Sus pies estaban al borde del puente y su cuerpo se inclinaba hacia el precipicio. No necesitaba hacer ningún esfuerzo para dejarse caer, al contrario, solo necesitaba dejar de hacer el esfuerzo que la mantenía aferrada a la vida.
Pasaban los minutos y sus manos aún seguían ancladas a la barandilla. Aunque estaba totalmente convencida de que saltando conseguiría la calma que tanto ansiaba, algo dentro de ella no dejaba que sus manos se abrieran. En varias ocasiones su llanto la poseía de forma vehemente provocando una debilidad en todos sus músculos, haciendo que su cuerpo se encogiera mientras tiritaba de frío, pero sus manos mantenían la fuerza necesaria para no soltarse. Esto hacía que de ella emanara un alarido producido por la rabia y por el odio que se tenía al carecer del valor para tomar una decisión. 
Entonces una extraña sensación la embargó. Sentía que alguien la observaba. Miró hacia el lado izquierdo del puente, escrutando cada oscuro rincón, pero no vio a nadie. Luego miró hacia el lado opuesto y, creyendo haber visto algo moverse, se quedó en silencio, expectante, con el sonido de la lluvia de telón de fondo, pero tampoco vio nada ni a nadie.
Su mirada lentamente volvió a posarse en las oscuras aguas del río. Mien-tras respiraba profundamente y, ya decidida, notando como sus dedos lenta-mente dejaban de tocar la fría superficie metálica de la barandilla, sintió un pequeño temblor en ella que hizo que se girara violentamente hacia su izquierda, donde divisó a pocos metros de distancia, a un hombre, que con sus codos apoyados en la barandilla, la miraba con una sutil sonrisa, cual espectador de una telenovela esperando ver el ansiado desenlace.
Su rostro de sorpresa se quedó petrificado al ver a aquella presencia; sus ojos, delineados por una mancha informe de rímel corrido, se abrieron súbitamente; su boca, que en todo momento permaneció abierta, mantenía una sutil mueca que plasmaba su asombro. Entonces aquel hombre, que sin perder su sonrisa y mostrándose extrañado a causa de la inmovilidad de ella, se aclaró la voz y dijo:
– ¿Qué? No me digas que eres de esas personas que sienten vergüenza cuando les pillan intentando suicidarse. No te preocupes, no soy quién para juzgarte. Además qué importancia tiene, dentro de poco estarás empapada y congelada. Aunque eso tampoco importará porque estarás muerta.
Ella se mantuvo petrificada ante aquella persona que resplandecía a través de las gotas de lluvia por la luz de la farola. No sabía quién era él ni qué hacía ahí. Tampoco se sentía avergonzada, sólo veía en él una molestia, un inconveniente. Entonces ella reaccionó y con voz quebrada parecida a un susurro dijo:
– Lárgate –y casi como súplica añadió–. Desearía algo de intimidad. –seguidamente posó nuevamente sus ojos en el abismo.
– Pues haber escogido otro modo de suicidarte –dijo él mientras notaba como ella le clavaba su mirada–. Podrías haber optado por las pastillas, que son muy eficaces, aunque seguramente sea muy desagradable. Dicen que con un tiro directo en la cabeza no sientes ningún dolor. Aunque yo creo que es muy recomendable ir antes al baño a hacer tus necesidades, si es que te interesa tu imagen, porque puedes acabar meada y cagada encima, algo también poco agradable. Pero, ¿saltar de un puente? Creo que sabrás que a esta altura golpearte con el agua es como hacerlo contra el asfalto y por eso tienes que saber cómo caer, para hacerlo de forma que mueras lo más rápido posible, porque si no será una verdadera agonía.
Ella desvió la mirada nuevamente al río fingiendo que no había escuchado nada, como si el ruido de la lluvia hubieran apagado las palabras que le fueron dirigidas, pero lo cierto es que en ese momento tenía todos sus sentidos a flor de piel, y cada una de esas palabras, más que retumbarle en la cabeza, le transportaban a momentos crueles de su vida. Momentos en los cuales su corazón fingió que solo servía para latir y se olvidó de ella.
Él la observó vagamente y leyó en ella su pesar, como si él sintiera lo mismo que ella. Luego, al igual que ella, se quedó perplejo ante la imponente oscuridad del río. Suspiró profundamente y dijo:
– Da miedo, ¿eh? A que no pensabas que sería así cuando venías de ca-mino hacia aquí. Déjame adivinar, vienes de un bar. Lo sé porque solo los locos y los borrachos quieren suicidarse saltando de un puente. Las mujeres suelen optar por las pastillas. Además tu ropa no da la sensación de que estés loca, yo diría que eres una alta ejecutiva. Puede que seas ingeniera, o que te dediques al  Marketing o a las finanzas, todos trabajos estresantes. Y debo añadir que te falta un zapato, algo de lo que seguramente no te habrás dado cuenta, típico de alguien ebrio.
– ¡No estoy borracha!
– Vale. Me habré equivocado, suele pasar. Por si quieres saberlo, tu zapato está a unos pocos metros de distancia, hacia tu derecha –después de señalar el zapato con el dedo y de que ella confirmara lo que él decía se produjo una pausa, que por primera vez pareció incomodarlo a él, así que añadió–. ¿Sabes que los expertos dicen que un método eficaz para evitar los suicidios saltando desde un puente es poniendo barandillas más altas? Por lo visto la gente que quiere hacer puenting sin cuerda, son tan vagos como para hacer antes un poco de escalada. No les gusta subir, solo quieren bajar. O quizás sea que no quieren llamar la atención. Pero lo que me parece más triste es que digan que poner barandillas más altas sea la solución. ¡Qué clase de expertos son esos! 
– Si estás tratando de disuadirme lo haces de pena.
– Así que quieres que te disuada.
– Yo no he dicho eso.
– Pero parece que es eso lo que quieres –dijo  él adoptando una expresión seria, borrando por completo su sonrisa.
– ¿Cómo coño sabes tú lo que quiero? ¿Qué coño sabes tú de mi vida? ¿Te crees un puto psicólogo que es capaz de convencer a la gente siendo gilipollas? ¿O es que te crees mejor porque has estado en mi situación y los superaste sin más? –exclamó ella totalmente agitada y, mientras intentaba recobrar la serenidad hizo una pausa, luego añadió–. Deberías coger tus amistosas palabras y guardártelas para cuando las necesites para ti. Porque puede que ahora seas capaz de ver la cara alegre de la vida y que cada vez que sale el sol sientas que él te sonríe, y das gracias cada mañana por la vida tan maravillosa que llevas. Pero llegará un día en que dejes de atragantarte con tu bonita vida y despiertes, y te des cuenta que hay gente para los que la vida es una tortura, y ese día dejarás de ir de puente en puente buscando gente como yo. Hasta entonces debes saber que no tienes ni puta idea.
Él la escuchó atentamente, pero dio la sensación de que aquel arsenal de palabras no perturbó ni un ápice su semblante. Ella lo notó y empezó a mirarlo con ira y con odio. Unos sentimientos que le eran fáciles de expresar, pues sentía que eran los mismos con los que la vida le había bendecido, ya que es más sencillo imitar que crear.
Entonces, él, mientras veía como esos ojos inyectados en furia intentaban fustigar su indescriptible paciencia, levantó los codos de la barandilla y se incorporó irguiéndose completamente y mostrando severidad en su rostro dijo:
– ¿Has venido a charlar o a saltar?
Y al instante sujetó con firmeza la barandilla y empezó a sacudirla con vio-lencia provocando un estruendo de metal curvado, retorcido y quebrado. Ella, llena de temor, gritaba y sentía como a sus manos les costaba cada vez más aferrarse a la barandilla. Su pie, el que aún conservaba el zapato, de vez en cuando resbalaba del borde del puente mientras ella apoyaba todo su peso en el pie descalzo intentando recobrar el equilibrio, pero los abruptos y sucesivos tirones y empujones que la epiléptica barandilla profería contra su cuerpo lo hacía casi imposible. Así que en un momento de desesperación hizo acoplo de todas sus fuerzas y, de forma casi milagrosa, consiguió saltar hacia el interior del puente. En el caer golpeó su cabeza contra el asfalto mojado y quedó algo desorientada.
Ella, que ya estaba acostumbrada a la incesante caricia de las gotas de lluvia en su cara, sintió como una mano le rozaba suavemente el rostro. Abrió los ojos sintiendo un molesto dolor en su cabeza y ante ella vio la imagen de aquel hombre y su cálida sonrisa que casi le cuesta la vida, que ella poco antes daba por perdida. Sintió miedo, pero no hizo ningún movimiento, simplemente se quedó observándole. Entonces él dijo serenamente:
– ¿Estás bien? Parece que te has dado un buen golpe.
Ella, confusa, sin entender nada sintió como sus ojos se llenaban de cálidas lágrimas y con voz entrecortada dijo:
– ¿Por qué me haces esto? ¿Qué quieres de mí?
Él la miró con ternura y dedicándole una suave sonrisa la ayudó a levantar-se, luego posó sus manos en sus hombros y la abrasó fuertemente. Ella, que empezó a derramar sus lágrimas en el hombro de él, también lo abrazó, con la misma fuerza con la que antes sus manos se aferraban a aquella barandilla. En cuanto ella dejó de sollozar él la soltó y mirándole a los ojos le dijo:
– Simplemente quería ayudarte.
– ¿Por qué no querías que saltase?
– La verdad es que eso me da igual. Simplemente quería mostrarte que tú no querías saltar. Llevaba varios minutos observándote y si realmente hubieses querido saltar lo habrías hecho nada más cruzar la barandilla, no hubieses dudado tanto.
– ¡Aún no había decidido si quería saltar! –exclamó ella tristemente.
– La verdad es que sí lo habías decidido –dijo él sonriendo–. Yo simplemente te mostré tu decisión. ¿No es evidente?
Ella bajó la cabeza sintiendo como todo lo ocurrido la aprisionaba nueva-mente en esa desesperanza que en un primer momento la había llevado hasta aquel puente. Luego lo miró a él y nuevamente con lágrimas en los ojos le reprochó:
– ¿Y ahora qué? ¿Qué esperas que haga? ¿Acaso ahora vas a sentarte a escuchar mis problemas y a ayudarme a solucionarlos?
– Cómo te he dicho eso a mí me da igual –contestó él con total seriedad–. No quiero saber cuáles son tus problemas, ni siquiera quiero saber tu nombre. Tampoco me importa si luego vuelves a intentar suicidarte de alguna otra manera. Pero de lo que sí estoy seguro es que no vas a volver a este puente.
– ¿Qué te hace pensar eso? –dijo ella con rabia sintiéndose defraudada.
Él se acercó hacia la barandilla y miró hacia lo profundo del río, luego levantó la vista hacia la luna, sintiendo como las gotas de lluvia perturbaban su mirada. Se quedó en silencio durante un momento y luego la miró a ella y le respondió:
– Porque te causará un mal recuerdo. La verdad es que yo no estoy aquí por casualidad –él notó como ella expresaba confusión–. Yo también he venido a este puente y a esta hora por la misma razón que tú. Lo que pasa es que yo no tengo dudas –dijo él con una sonrisa de paz y serenidad mientras ella sentía miedo ante sus palabras–. Será mejor que te vayas. ¡Huye!
Entonces, él, sin dudarlo se abalanzó hacia el abismo. Ella, de forma inconsciente, intentó sujetarlo con sus manos, pero fue en vano. Lo único que pudo hacer es mirar como la imagen de aquel hombre se desvanecía, al igual que las gotas de lluvia, entre la oscuridad que envolvía la superficie del río.
En su rostro se reflejaba el horror que sus ojos habían presenciado. Entonces huyó de ahí totalmente descalza, pues había dejado su zapato izquierdo haciéndole compañía al derecho. Y aunque su agitada respiración hacia que sintiera asfixia no se detuvo, siguió corriendo sin parar, y nunca más volvió a aquel puente.

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