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La Carta

Alberto estaba impaciente. Miraba como, entre gritos, los niños revoloteaban jugando en medio de la plaza. De vez en cuando ojeaba su reloj deseando que el tiempo se acelerara, pues había llegado veinte minutos antes de lo acordado. Se había citado en aquella plaza con uno de sus mejores amigos, Esteban, de quién no había tenido noticias desde hace casi cinco años.

El reloj de la plaza marcó las seis en aquella tarde de verano y Alberto no veía rastro de Esteban. Llegó a pensar que quizás los dos estuvieran tan cambiados que ni se reconocerían.

Pasaron los minutos y los niños seguían jugando. Alberto quedó absorto por aquellos recuerdos de niñez en los que él y Esteban se pasaban jugando hasta tarde en aquella misma plaza. Entonces sintió como una mano se posaba en su hombro. Sorprendido se giró y vio a su amigo de infancia y, sin decir nada, entre sonrisas se abrazaron. Luego se miraron con más detenimiento a las caras y constataron que parecía que el tiempo no había pasado por ellos, tenían el mismo aspecto que hace cinco años, cuando se despidieron en aquella estación de tren.

Las formalidades se apoderaron de los dos. Entre sonrisas respondían al “¿Qué tal estás?”, y comentaban que hacía mucho tiempo que no se veían, que tenían buen aspecto, que parecían los mismos de entonces y que se alegraban de verdad de verse nuevamente. Luego decidieron ir a un lugar más tranquilo, donde poder tomar algo y charlar más a gusto. Mientras tanto los niños seguían jugando.

Por el camino Esteban no pudo soportar más guardarse una noticia que le llenaba de emoción y decidió contársela a su amigo. Esteban confesó que estaba fervientemente enamorado, que había conocido a la mujer más maravillosa del mundo y que en pocos meses iba a casarse con ella. Alberto sorprendido se detuvo en seco ante la noticia y, con una gran sonrisa, abrazó nuevamente a su amigo y le felicitó con total sinceridad.

Entonces Alberto decidió que, en vez de ir al bar al cual solían ir cuando jó-venes, prefería llevarle a una cafetería que estaba muy cerca de allí, donde le contaría una inusual historia de amor que ocurrió en ese lugar. Esteban le preguntó que por qué no se la contaba en el bar, pero Alberto insistió en ir a la cafetería, pues para entender la historia debía ver algo que aún conservaban allí. Esteban aceptó, la verdad es que le daba igual dónde ir.

Nada más entrar en la cafetería el dueño saludó a Alberto y él le devolvió el saludo. Luego los dos amigos se sentaron en una mesa cercana a varios cuadros colgados de la pared. Algunas eran fotografías, otros eran papeles autografiados o con escritos y otras eran pinturas.

Al poco se acercó un camarero que saludó amistosamente a Alberto y tomó nota de su pedido que consistía en café para cada uno. Entonces Esteban, con algo de curiosidad, dijo:

-Veo que aquí te conoce todo el mundo.

-Es muy normal, suelo venir por aquí muy a menudo. Pero sobre todo me conocen porque, antes de entrar a trabajar en la empresa en la que ahora estoy, estuve trabajando aquí de camarero un par de años.

-Así que es por eso que conoces aquella historia de amor que aún no me has contado.

-Paciencia –dijo Alberto mientras sonreía–, esperemos a que nos traigan el café. Y sí, es por eso que conozco la historia. Se podría decir que fui un gran espectador de lo que aquí sucedió.

Al poco se acercó el camarero con los cafés. Entonces Esteban dijo:

-Bueno, ya tenemos los cafés. Espero que también tengamos historia.

-Está bien, ahí va.

 

En mis primeros meses como camarero en esta cafetería aprendí que si demostraba simpatía y hacía acoplo de un cortés don de gentes, conseguiría mejores propinas. Así que siempre mostraba mi mejor cara al atender a un cliente y ellos me lo agradecían con la mejor recompensa que se le puede dar a un camarero. Al poco me di cuenta que a causa de mis ansia por sacar un beneficio lucrativo había conocido a mucha gente, y con muchos llegué a tener un trato muy amistoso.

Pero había un hombre, que venía aquí todos los días a desayunar, con el que intenté más de una vez romper aquella barrera de cliente-camarero, pero me fue imposible. Era muy reservado. Siempre que venía decía las mismas palabras al saludar y al hacer su pedido, el cual era siempre el mismo, y en ocasiones me tomaba la libertad de tenerlo preparado poco antes de que él llegara. Si le preguntabas algo te respondía con una o dos palabras que eran precisas y certeras haciendo que no fuera necesario decir más. En varias ocasiones intenté conversar con él preguntándole qué tal le parecía el día, y lo único que pude comprobar es que para él los días o eran cálidos o eran fríos. Un día le pregunté a qué se dedicaba, pues siempre se pasaba varias horas sentado, en su mesa de siempre, escribiendo en un elegante cuaderno forrado en cuero, y me contestó que era escritor, aunque nunca logré averiguar qué clase de escritor era. 

Se podría decir que tenía un aspecto algo bohemio. Siempre vestía bien, de manera elegante, aunque parecía que la moda le importaba muy poco. Su aspecto era realmente de una pulcritud envidiable.

En ocasiones se quedaba mirando hacia la ventana durante mucho tiempo. Veía como la gente pasaba y los analizaba detenidamente mientras fruncía el ceño, como si esperara algo. Luego en su rostro se dibujaba una sonrisa de satisfacción e instantáneamente volvía a escribir, como si ese algo que esperaba hubiese llegado.

Nunca le veía acompañado por nadie, ni tampoco conversaba con los demás clientes. Parecía un hombre solitario que gozaba de la soledad entre la multitud. Quizás eso le ayudaba a escribir. No parecía tímido, pues a cada palabra, a cada gesto, a cada mirada, demostraba una firmeza y seguridad muy característica. Simplemente parecía, eso, reservado.

Pero un día vi en él temblar todas esas cualidades. Fue el día que entró ella.

La primera vez que ella cruzó esas puertas a todos nos fue imposible dejar de seguirla con la mirada, aunque venía bien sujeta del brazo de un hombre que resultó ser su marido. La pareja cruzó toda la cafetería y se sentaron a dos mesas de distancia de la del escritor, mesa de la cual se apropiarían durante dos meses todos los días que vinieron a desayunar.

Ella era realmente hermosa y complementaba su belleza con una elegancia y una simpatía nunca antes vista. Tenía un semblante muy vivo y muy alegre que transmitía con gran facilidad a todos los que estaban a su alrededor. Siempre estaba de buen humor y lo demostraba con una deliciosa sonrisa cuando se dirigía a la gente. Me atrevería a decir que una parte de ella se quedó plasmada en los corazones de todos aquellos que la escuchaban hablar, en los cuales me incluyo, pues en sus palabras se podían distinguir una cierta pasión e inocencia que cautivaban sílaba a sílaba. Además poseía unos gestos que, a la vez de elegantes, demostraban una ternura que era realmente agradable contemplar.  

No demostraba ningún reparo a la hora de hablar con cualquiera. Yo, al tercer día, ya sabía, de palabras de ella, muchas más cosas de las que podría conocer de algún otro cliente; se llamaba Clara; era natural de Sicilia, aunque desde muy pequeña había dejado su tierra para establecerse aquí, por eso en su voz a penas se percibía un acento italiano; llevaba dos años casada y hace muy poco se había mudado con su marido a este barrio; su color favorito era el verde, el mismo color de los ojos de su marido, pero ella decía que le gustaba ese color porque si a las rosas les quitaran aquellas hojas verdes sobre las que se posan, dejarían de ser hermosas.

Su marido era un hombre alto, atractivo y muy serio. Era igual de elegante que ella. Me atrevería a decir que su esposa influyó mucho en él, pero única-mente en su forma de vestir, pues al tratar con la gente se percibía en él una prepotencia que hacía que todos lo evitaran, prestando sólo atención a su mujer. Puede que ella fuera tan agradable que a su lado él parecía un ogro.

El marido trataba a su esposa como a una niña a la que simplemente debía cuidar para que no se hiciese daño. Ella lo trataba a él como trataba a todas las personas: con amabilidad, ternura y respeto.

Muchos teníamos la teoría de que ella no lo quería, que ella se había casado con él porque así su familia lo dispuso y, como buena hija que no desea desobedecer a sus padres, resignada, aceptó el acuerdo. Quizás estas teorías no eran más que el producto de los celos que teníamos.

Luego me di cuenta que aquel imperturbable escritor también se había percatado de la presencia de aquella mujer. Sorprendido veía como él la miraba. En sus ojos había algo que nunca antes había visto en él. Las facciones de su rostro se volvían sutiles y se llenaban de vida. Él la miraba como si contemplara el más hermoso e impactante cuadro jamás pintado, en el que cada pincelada no solamente contenía colores, sino que poseían sentimientos, en el que el don de la creación había revolucionado el espíritu del creador obligándole fervientemente a plasmar su alma en aquella obra. 

Mientras pasaban los días me di cuenta de que él se estaba enamorando cada vez más de ella. Todas las mañanas sus impacientes ojos se clavaban en la puerta esperando a que ella entrara, siempre del brazo de su esposo. Luego se pasaba todo el tiempo escuchándola atentamente y contemplándola de vez en cuando. Y en el momento en el que ella se levantaba para marcharse sus ojos se entristecían hasta el siguiente día. Ya casi no escribía. Antes pasaba las hojas de su cuaderno llenándolo incesantemente de palabras, pero desde que ella empezó a ir a la cafetería a duras penas llenaba una o dos páginas. Incluso llegué a preocuparme por él, aunque nunca se lo comenté.

Pero hubo algo de lo que también me percaté, y era que a ella, la imagen de aquel solitario escritor, le fascinaba. De forma disimulada, de vez en cuando, lo miraba como si deseara un retrato de él. En ocasiones sus miradas se cruzaban y uno de los dos desviaba sus ojos avergonzado, unas veces era ella y otras veces era él. Era como si ese juego de miradas fuera el entretenimiento de dos chiquillos que, aburridos, se hacen muecas el uno al otro.

Pasadas unas semanas, ninguno de los dos desviaba ya avergonzados sus ojos, simplemente se limitaban a esbozar una sutil sonrisa o hacer un gesto con sus cabezas en forma de saludo.

Una mañana ella vino sola, sin su esposo, esa fue la única vez que él no la acompañó. Se acercó hasta su mesa de siempre pero se detuvo antes de sentarse. Hizo un gesto como si recapacitara su decisión, luego miró hacia el escritor y decidida se acercó hasta su mesa. Él se quedó completamente sorprendido. Ella le dijo que no le gustaba desayunar sola y le preguntó si podía hacerle compañía. Él no dudó en decir que sí.

Yo me quedé observándolos completamente asombrado. Entre los dos se produjo un peculiar silencio que no parecía incomodarlos. Esperé a ver si empezaban a charlar, pero al ver que ninguno abría la boca, decidí acercarme y tomar nota de lo que quería desayunar ella, pues él ya estaba servido. La saludé con la misma simpatía de siempre y ella me devolvió el saludo de la misma manera. Le pregunté qué quería desayunar y tomé nota de sus apetencias, luego pregunté si él deseaba alguna cosa más y me respondió que una taza de café. Yo asentí conforme dispuesto a convertir en realidad los deseos de mis clientes. Pero antes de irme decidí ser algo atrevido, los miré a los dos y dije:

-No estoy seguro de si se conocen ya, pero por si acaso: señor, le presento a la señora Clara; señora Clara, le presento al señor…

-Sebastián –dijo él con firmeza mientras sonreía. Luego vi que ella también sonrió.

Me marché, y cuando volví con el pedido, me sorprendí aún más. Los dos estaban charlando como si se conocieran de siempre. En sus sonrisas se podía ver que cada uno disfrutaba de la compañía del otro. Con el pasar de las horas, sus gestos y sus miradas empezaban a demostrar una complicidad innata entre los dos. En ocasiones ella posaba su mano sobre la de él de una forma tan natural que en él producía alegría en sus ojos. Creo que ella lo notaba y le gustaba verlo alegre. 

Esa mañana ella no habló con nadie más, él fue su único punto de interés. Esa mañana él articuló más palabras de las que seguramente nadie le había escuchado decir. Esa mañana ella supo que aquel cuaderno forrado en cuero era el regalo de un amigo. Esa mañana él descubrió que a ella le daban miedo los payasos. Esa mañana ella se sintió muy a gusto en la compañía de un extraño. Esa mañana él entendió que estaba enamorado. Esa mañana los dos abandonaron la cafetería más tarde de lo normal.

Al día siguiente ella volvió acompañada de su marido. Pasó junto a la mesa del escritor y simplemente le saludó. No volvieron a hablar más. Todo volvió a ser como antes de aquella mañana, en la que se conocieron de verdad.

Los días pasaban y aunque ellos se comportaban como siempre, yo notaba como sus miradas, cuando se cruzaban, derramaban silencioso dolor. Aunque debo decir que al que vi más afectado fue a él. Al fin y al cabo ella siempre regresaba a casa con su marido, mientras él se sumergía en la compañía de la soledad.

Entonces él estuvo varios días sin venir. Nadie sabía con certeza el por qué, pero todos lo intuíamos. Ella me llegó a preguntar, algo preocupada, si yo conocía las causas de la ausencia del escritor. Yo le respondí que no. Su marido ni siquiera se inmutó ante la preocupación de su mujer.

Varios días después, el escritor entró y como si nada se sentó en su mesa, y pidió lo de siempre, y se puso a escribir. Poco después llegó ella con su marido y cuando pasó por enfrente de la mesa del escritor, lo miró, pero él siguió a lo suyo sin devolverle la mirada. Es más, en toda esa mañana, mientras permaneció sentado, él no la miró en ningún momento. Simplemente miraba su cuaderno y de vez en cuando escribía pocas palabras. Yo puede ver en ella como el comportamiento de él la afligía.

Y así transcurrió la mañana.

Pero, el escritor, antes de irse se levantó de la mesa, arrancó una hoja de su cuaderno y se acercó hasta la mesa de la pareja. Miró al marido y le dedicó un saludo, el cual le fue devuelto. Luego miró hacia ella y la vio sorprendida, le entregó la hoja de papel y esperó pacientemente, sin decir nada, a que ella leyera lo que allí estaba escrito.

Palabra a palabra sus ojos brillaban, pero sus gestos eran casi imperceptibles. En cuanto acabó de leer la carta le dedicó a él una mirada de dolor que acabó convirtiéndose en una expresión muy seria. Luego con sus manos arrugó violentamente el papel y lo tiró al suelo. Él sonrió, y lentamente acercó su mano al rostro de ella y la acarició suavemente. Ella también sonrió e hizo un gesto de agrado a la caricia, como si nunca la hubiesen tocado así. Pero luego borró su sonrisa y de manera hastiada apartó la mano de él de su cara y le ordenó, con algo de ira, que se largara. Él volvió a sonreír y se marchó. Entre tanto el marido no hizo nada, no prestó el mayor interés a lo ocurrido.

Desde ese día ninguno de los tres ha vuelto a pisar esta cafetería.

 

-¿Alguna vez descubriste lo que escribió en esa carta? –preguntó intrigado Esteban.

-Debo admitir que, en cuanto la carta tocó el suelo, yo me apresuré a reco-gerla y guardarla en mi bolsillo –respondió Alberto.

-¿Y qué ha sido de la carta, qué ponía?

-Puedes comprobarlo tú mismo –respondió Alberto mientras apuntaba con su dedo a uno de los cuadros de la pared–. Pasado un tiempo la enmarqué y la colgué en la pared, y ahí sigue.

Esteban se levantó con tal ímpetu que derramó un poco de café alrededor de la taza, luego se acercó a la pared y se apresuró a leer la carta.

 

“Quien busca, encuentra”. Eso es lo que reza el dicho. Más yo nunca he buscado y me duele lo que he encontrado.

¿Acaso hay algo más doloroso que el dolor? Sé que el dolor en esta vida no lo es todo. Pero también sé que me duele todo cuando lloro. 

Y, en aquel momento, en que te encontré, el cielo se abrió y me maldijo con un palpitante dolor en mi pecho con aroma a Afrodita.

Perdona si mis palabras no son de tu agrado. Me gustaría escribirte las pa-labras más bonitas, pero por más que busco, contrariando el dicho, me cuesta  mucho encontrarlas. Es como si ahora todas mis palabras fueran tuyas.

Vanos han sido mis intentos de vivir sin sentir nada, sin temer a nada, por-que ahora tengo mis sentimientos a flor de piel y miedo al amargo dolor.

No dejo de pensar en si soy algo o soy nada. ¿Seré alguna vez tu recuerdo alegre antes de dormir? ¿O no seré más que una descolorida pieza que con-forma tu entretenido mosaico? Aunque siento que eso es fácil de responder, pues la vida siempre me describe como una gota de lluvia que cae sobre el mar sin esperanza, siempre buscando una cálida brisa que cambie el rumbo de mi destino.

Sentimientos. Dulces golosinas del alma con distintos sabores que agradan a los paladares. Lástima que no me guste el chocolate.

Pero, ¿por qué nacen estos sentimientos? Por más que pienso la respuesta siempre llego a la conclusión de que eres tú. Mi alegría se pierde en tu mirada. Tus gestos narran la ternura infinita. En tu sonrisa encuentro esa paz que hace mucho olvidé. Tu sensualidad se hace latente en tu carácter mientras la dulzura se esconde bajo tu piel. Tu belleza mata poco a poco mi razón, y mi cordura pende de tus suspiros.

Sé que sería preciso olvidarte para calmar esta agonía. Necesito azufre para olvidar tu aroma. Necesito el vacío para olvidar tu voz. Necesito fuego para olvidar tu tacto. Necesito la demencia para olvidarte entera. Necesito el odio para olvidar el amor.

Y solo en la oscuridad de la noche, cuando duermo, cuando te conviertes en sueño, al final despierto y río con tu imagen en mi mente esperando el amanecer. Aunque sé que al final del día volveré a ahogarme en un mar de lágrimas de autocompasión. 

Y sé que debo despertar. El odio me hará despertar del maleficio.

Porque errante es el destino y prodigioso su maleficio. Puede que algún día me arrepienta de lo que escribo, quizás por no tener el valor para decirlo. Pero también puede que algún día llegue a ser algo, porque por ahora no soy más que un futuro festín de gusanos.

 

-La verdad es que no me ha quedado suficientemente claro la reacción de ella al leer la carta –comentó Esteban al volver a su mesa.

-Pues en su momento a ella sí que le quedó muy claro –contestó Alberto–. Ella entendió que él le estaba pidiendo ayuda, pues la carta le hizo ver que la única manera de ayudar a aquel hombre con su enfermedad de amor era haciendo que sintiera odio. Por eso le trató así, y por eso él le sonreía agradecido.

-Por lo menos consiguieron lo que querían –dijo Esteban con la mirada perdida, como si estuviese reflexionando.

-Pues yo creo que no –Inquirió Alberto–. Yo creo que él nunca llegó a odiar-la. Yo creo que los dos estaban enamorados y el único resultado que obtuvieron fue dolor. No hay mayor dolor que el negar el amor.

 

Los dos amigos siguieron hablan. Se contaron sus vidas desde la última vez que se vieron. Luego siguieron rememorando anécdotas de infancia y de juventud. Hasta que cayó la noche y decidieron marcharse de la cafetería para ir a algún bar en donde quizás encontrasen algún otro antiguo amigo.

Mientras tanto en la plaza los juegos habían acabado y los pocos niños que quedaban ya se marchaban a sus casas.

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