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El Tormento

El amanecer se había presentado hace ya un rato. Mario estaba tumbado en la cama, despierto, aunque con los ojos cerrados. No pudo dormir durante toda la noche. Pero tampoco quiso abrir los ojos, pues no quería ser espectador de lo que en su habitación ocurriera. Para él la noche representaba el ajetreo de lo imperceptible, en el que la calma, la tranquilidad y el silencio de la vida diurna se evaporaban dando paso al retumbar de los sonidos insignificantes, enmascarados por el día y aterradores por la noche. Se prometió a sí mismo que aunque oyera lo que oyera no abriría los ojos hasta el amanecer, momento en el cual ya todos en el hospital empiezan a levantarse. Así ya no se sentiría solo y pensaba que le sería más fácil evitar aquella compañía que le atormentaba.

Lentamente abrió sus ojos y miró alrededor. Estaba solo en su habitación y eso le tranquilizó. No tardó en darse cuenta de que todo estaba en su sitio. Su habitación solo constaba de una cama no muy cómoda, una pequeña mesa de noche y un ya anticuado sofá que sólo utilizaba él, pues nadie venía a visitarlo. Pero la verdad es que a él no le importaba estar rodeado de pocas cosas, en ocasiones hasta lo agradecía.

Lo que más le gustaba era ver como el sol jugaba con su habitación. Al amanecer los retazos de la luz del sol atravesaban su ventana iluminando de un color rojizo la pared, y pasadas unas horas la luz se posaba en su cama calentando sutilmente sus pies, una sensación más que agradable teniendo en cuenta el sitio en donde se encontraba. 

En la pequeña mesa junto a su cama estaban sus pastillas, colocadas en un pequeño vaso de plástico, y un poco más alejado había un vaso con agua. Miró hacia sus pastillas viendo en ellas un salvavidas que lo calmaba todo, que lo silenciaba todo, pero que por ahora no quería ni podía tomar. 

Entonces la única puerta existente en la habitación, situada en frente de su cama, se abrió y por ella entró un hombre vestido con una bata de médico. Era un hombre delgado y de estatura media. Se podría decir que la pulcritud era una característica notable en él. Tenía un mentón prominente y muy bien afeitado; la ligera anchura de su nariz hacía parecer que tenía un rostro cuadrado, a lo cual también ayudaban sus pómulos; además poseía unas delgadas cejas bien delineadas. Parecía que quería dar una buena impresión. 

– Buenos días… –titubeó aquel hombre mientras leía unos documentos que traía con él– señor Sierra. ¿Cómo se encuentra hoy?

– ¿Quién es usted? –preguntó extrañado Mario al ver una cara nueva.

– Soy el doctor Prado, su nuevo psiquiatra.

A Mario le pareció algo joven para mostrar experiencia en el campo de la psiquiatría.

– A mí nadie me ha dicho nada de un nuevo psiquiatra –inquirió Mario mostrando agriedad en el asunto–. ¿Qué ha pasado con el doctor Carrillo?

– Me temo que ha sido trasladado a otro hospital, por problemas burocráti-cos –se apresuró a contestar el doctor Prado–. Pero tranquilo, conozco su caso, tengo su historial médico y el doctor Carrillo me ha dejado todas sus notas. Le aseguro que encontraremos una solución a su problema.

La voz del doctor Prado en esta última frase, acompañada de una sonrisa, intentó transmitir serenidad, ser tranquilizadora y llenar de esperanza a su nuevo paciente, pero esas palabras ya no surtían efecto en Mario, que mostró indiferencia ante ellas.

– Veo que no se ha tomado las pastillas –comentó el Doctor mientras miraba hacia la pequeña mesa.

Entonces Mario miró seriamente al Doctor, y sin decir ninguna palabra intentó levantar sus manos, pero unas correas las ataban a su cama y las inmovilizaban casi por completo. El Doctor extrañado volvió a mirar sus apuntes.

– Aquí dice que usted tuvo ayer un altercado con otro paciente, lo cual obligó a los enfermeros a atarle –dijo el Doctor mientras miraba a Mario, luego añadió–. Seguramente a la enfermera de guardia se le habrá olvidado ayudarle a tomarse sus pastillas. Me encargaré de que esto no vuelva a ocurrir.

– No tiene importancia –contestó Mario con la misma seriedad de antes mientras miraba como el Doctor escribía algo en sus hojas.

– La verdad es que sí la tiene. Según las notas del doctor Carrillo únicamente con la medicación ha sido capaz de controlar sus alucinaciones –el tono con que el doctor se dirigió a Mario se tornó en algo parecido al hablar con un niño que no es consciente de su situación. 

– Lo sé y lo comprendo todo, no hace falta que utilice ese tono conmigo –espetó Mario sin amueblar su seriedad–. Solo que en ocasiones me gusta saber cuánto dependo de las pastillas. Saber si aún tengo algún control sobre mí.

– Sí, pero debe entender que esto es un tratamiento, y tiene que seguirlo según las indicaciones del Doctor.

Mario no respondió, ni siquiera se inmutó. Hasta que de pronto algo perturbó su aplomo he hizo que diera un pequeño respingo y, por un momento, sus ojos se abrieron más de lo normal, exaltados a causa de algo. El Doctor notó la inexplicable reacción de Mario.

-¿Se encuentra bien?

-Sí…, solo ha sido un pequeño calambre. Llevo mucho tiempo sin moverme –dijo Mario dirigiendo su mirada al Doctor y volviendo a apostar su seria actitud.

 En esa pausa en que sus miradas se entrelazaron, el doctor Prado intentó mantenerse sereno, y mostrarle a su nuevo paciente que era capaz de controlar la situación, así que miró a su alrededor y vio detrás de él un sofá  y se sentó.

– Vamos a ver –dijo el Doctor dejando a un lado sus anotaciones–, debo entender que la causa del altercado que se produjo ayer tiene algo que ver con que no se tomara sus pastillas. ¿Acaso tuvo alguna alucinación?

– Que yo sepa, las alucinaciones no golpean a los demás pacientes –inquirió Mario.

– Lo sé, pero según los apuntes del doctor Carrillo –dijo el Doctor mientras volvía a consultar sus anotaciones–, la alucinación más persistente es la de un hombre que le habla. ¿Acaso lo volvió a ver usted ayer? ¿Intentó manipularle para que hiciera algo como agredir a otro paciente?

Mario guardó silencio sin inmutarse, manteniendo esa férrea seriedad que marcaba sutilmente las facciones de su cara. Entonces el Doctor extrañado por la ausencia de palabras en Mario, preguntó:

– ¿Ahora está él aquí?

– No –contestó inmediatamente Mario.

Entonces en la habitación retumbaron las palabras: “No mientas al Doctor”. Palabras que perturbaron por un segundo a Mario, pero que no tuvieron ningún efecto en el Psiquiatra, el cual notó como durante un instante los ojos de su paciente se dirigieron hacia los pies de la cama.

El doctor Prado profirió un profundo suspiro, sabiendo que Mario no le era sincero, así que decidió cambiar de táctica y empezar por ganarse su confianza.

– Dígame, ¿cómo se ha encontrado durante estos días? –preguntó el Doc-tor.

Mario desvió su mirada del Doctor y la fijó en distintos puntos de la habita-ción, como si pensara su respuesta. Después de una corta pausa lo miró a los ojos y le dijo:

– ¿Qué tal si me deja solo y se va a estudiar los apuntes y las anotaciones de mi antiguo médico? Seguro que allí encuentra las respuestas a sus preguntas.

Dicho esto, Mario desvió su mirada hacia el techo, ignorando por completo la presencia del psiquiatra, al cual no le gustó su actitud, pero le comprendía. Era algo muy brusco que le obligaran a cambiar de psiquiatra. Así que recapacitando, decidió que lo mejor sería ir despacio, de modo que con el tiempo los dos se acostumbraran. Se levantó del sofá mientras movía su cabeza en señal de aprobación a la sugerencia de su paciente, se dirigió hacia la puerta y la abrió, y antes de salir se giró hacia Mario y le dijo:

– Volveré más tarde para ver cómo sigue. Y le prometo que me esmeraré un poco más al leer las notas del doctor Carrillo –hizo una pausa y miró las pastillas en la mesita y añadió–. Buscaré una enfermera para que le dé su medicación. Hasta luego –se despidió y cerró la puerta. Sus pasos se escucharon alejarse a lo largo del pasillo.

Mario no se movió hasta que el Doctor lo abandonó. Entonces miró hacia los pies de la cama y vio la figura de un alto y silencioso hombre vestido todo de negro, que le miraba fijamente a la cara esbozando una macabra sonrisa. 

Mario apretó fuertemente los párpados intentando que esa imagen se borrara de su retina. Con desesperación intentó llevarse sus manos a la cara pero sus ataduras se lo impedían. Su respiración iba cada vez en aumento mientras mostraba sus dientes apretados, emitiendo un ligero y agudo gemido de incapacidad. Se retorcía en su cama de un lado a otro manteniendo en tensión todos los músculos de su cuerpo; sus piernas se deslizaban abruptamente por la cama, como si intentaran huir ellas solas; sus nudillos empezaban a tomar un color rojizo debido a la fuerza que hacía al apretar las manos. Consiente de su vano intento por liberarse, exhausto por el esfuerzo realizado, sintiéndose vencido, decidió parar. Su respiración poco a poco volvía a relajarse. Lentamente abrió los ojos. Pero aquella silenciosa y perturbadora imagen seguía a los pies de su cama.

– ¡Lárgate! –exclamó Mario a aquella imagen con las últimas fuerzas que le quedaban.

Luego cerró los ojos y su mente exhausta le obligó a dormir.

 

Una fuerte aspiración, que alimentó violentamente sus pulmones de aire, como si sintiera que se ahogaba, hizo que se despertara. Rápidamente abrió los ojos y comprobó que estaba solo en la habitación. Habían pasado un par de horas. El sol ahora se encontraba escondido tras grises nubes que hacían que su habitación se tornara en un ambiente melancólico y lleno de desesperanza.

Entonces levantó las manos y ya no sentía las ataduras. Vio que las correas estaban sueltas y colgaban de la cama. Miró hacia la mesa y comprobó que sus pastillas seguían ahí, intactas, pero el vaso con agua ya no estaba. De pronto un sonido hizo que girara bruscamente su cabeza hacia los pies de la cama y volvió a divisar aquella aterradora y oscura imagen que le clavaba su mirada. El miedo se apoderó de Mario, haciendo que se incorporara hasta el punto de quedar sentado incrustándose el respaldo de la cama en su espalda, con las piernas totalmente recogidas y aferrándose fuertemente con sus manos a las barras laterales de la cama. Cerró los ojos y se repitió una y otra vez que todo era solo una alucinación, que era producto de su mente. Pero de pronto empezó a pensar que quizás hubiese sido él quien lo desató, que quizás era algo más que una alucinación. Entonces abrió los ojos y lo vio ahí, inmóvil y sonriente. Esto hizo que la angustia palpitara en su estómago haciéndole sentir que el aire que necesitaba para respirar fuera cada vez más escaso, y con más fuerza se aferró a la cama. Sentía como si su cabeza empezara a pesarle cada vez más, como si se fuera a desmayar. Y, antes de que todo lo que le estaba ocurriendo le obligara a gritar de desesperación, se abrió la puerta y entró el doctor Prado.

– ¿Se encuentra bien? –preguntó preocupado el Doctor al ver a Mario en tal estado mientras se acercaba a la cama.

Mario se quedó inmóvil con la mirada perdida. La tensión que le embargaba hace un momento iba desapareciendo lentamente. Entonces miró al Doctor y dijo casi susurrando:

– Ya no puedo más.

Luego miró hacia sus pastillas y, mientras se abalanzara sobre ellas, escuchó al Doctor decir:

– ¡No lo haga!

Entonces Mario se detuvo en seco. Tenía las pastillas a un palmo de sus manos y no entendía como unas simples palabras habían hecho que desistiera. Mario miró al Doctor con los ojos humedecidos en lágrimas y en su mirada se percibía la súplica, entonces con una voz quebradiza preguntó:

– ¿Por qué?

– Porque tiene que hacerle frente –contestó el doctor Prado–. He visto mu-chos casos como el suyo y no quiero mentirle. No todos los pacientes son capaces de superarlo y hacer que desaparezcan sus alucinaciones.

– Pero la medicación puede ayudarme –dijo Mario con esperanza.

– La verdad es que llega un momento en que ni la medicación es capaz de hacer parar las alucinaciones. Y en ese momento ya todo depende de usted.

– Pero puede que eso a mí no me ocurra, ¿verdad? –dijo Mario intentando aferrarse a la mínima esperanza.

– Por supuesto –se apresuró a contestar el Doctor–. Pero es conveniente estar preparado. Lo mejor es que empiece a romper con todos aquellos miedos, que se dé cuenta que todo es producto de su mente, que son simples alucinaciones. Porque puede que se dé el caso en que tenga que aprender a convivir con ellas.

Las palabras del Doctor llenaron de desesperanza y miedo a Mario, que miró a la imagen apostada a los pies de su cama. Y sin dejar de mirar aquella macabra sonrisa preguntó al Doctor:

– ¿Cómo puedo saber que es una simple alucinación, si cuando me desperté tenía las manos desatadas?

El doctor Prado posó sus manos en los hombros de Mario, obligándole a que lo mirara a él y con una voz suave y tranquilizadora le dijo:

– Quien le desató fue la enfermera. Por eso están abiertas las cortinas de la ventana, es eso lo que ella suele hacer cada mañana, ¿verdad? Además fue ella quien se llevó el vaso con agua, y no le dio su medicación porque usted estaba dormido. Todo tiene una explicación. Lo único y primordial que tiene que hacer es pensar racionalmente, con lógica. Así comprenderá rápidamente que no es más que una alucinación que no puede hacerle daño, a menos que usted lo permita. Debe mostrarse más fuerte que él, porque usted lo es. Usted es un todo y él sólo es una parte de su mente. ¿Comprende?

Mario movió lentamente su cabeza confirmando que entendía. Entonces esbozó una pequeña sonrisa de gratitud al Doctor. Luego miró hacia aquella tormentosa imagen y le dedicó una mirada de odio sin pizca de miedo.

– Ahora túmbese, cierre los ojos y duerma un poco. Yo vendré dentro de una hora y seguiremos hablando.

Mario obedeció a las palabras del Doctor y rápidamente se sumió en un sueño reparador, tanto que ni siquiera sintió como el doctor Prado salía de la habitación.

 

– Buenos días señor Sierra. ¿Cómo se encuentra hoy?

Esas palabras despertaron suavemente a Mario, que dirigió su mirada hacia dónde provenía la voz. En su rostro brotó una gran sorpresa al ver la imagen del doctor Carrillo que se acercaba hacia él. 

– ¿Qué hace aquí? Me dijeron que le habían trasladado a otro hospital.

– ¿Quién le dijo semejante mentira? –preguntó el doctor Carrillo extrañado.

– El doctor Prado, mi nuevo psiquiatra –respondió Mario.

– No hay ningún doctor Prado en el hospital y no le ha sido reasignado nin-gún nuevo psiquiatra. Dígame, ¿ha tenido alguna alucinación?

Mario no respondió. Se quedó completamente quieto mientras miraba a los ojos al docto Carrillo con cara de sorpresa. Entonces el Doctor se encogió de hombros al comprender que a su paciente le habían vuelto las alucinaciones y dijo:

– Algo va mal. Parece ser que la medicación ya no funciona.

Entonces Mario reaccionó y miró hacia la pequeña mesa y dijo:

– Pero si no he tomado la medicación. Mire, ¡mis pastillas están ahí!

– Claro que la tomó. Ayer cuando tuvo el incidente con el otro paciente, después de atarle, le inyectamos su medicación. Estas son las pastillas que tiene que tomar esta tarde. Pero por lo visto no son suficientes como para impedir que broten sus alucinaciones.

Mario cerró los ojos y su rostro se tornó en una seriedad profunda. Ya no sabía que pensar. Su esperanza se había convertido en resignación. Entonces el doctor Carrillo le preguntó:

– ¿Está teniendo alguna alucinación ahora mismo?

Mario abrió los ojos y miró alrededor de su habitación con total serenidad, sin mostrar ninguna pizca de perturbación. Entonces respondió:

– No.

Luego, sin perder su seriedad y totalmente tranquilo, miró hacia los pies de su cama y vio la imagen de aquel oscuro personaje, y a su lado estaba el doctor Prado, los cuales a coro espetaron:

– No mientas al doctor.

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